domingo, 30 de diciembre de 2012

La anciana de Odessa.

En un barrio relativamente céntrico de la ciudad, seguíamos con el conductor y la traductora al coche con los miembros de la Mesa Electoral y la urna móvil. Entre los bloques de viviendas había espacios arbolados con senderos trazados por los coches de los vecinos. No eran calles, ni caminos con una disposición consciente, sino franjas de tierra irregulares y desmatadas por el paso de los vehículos para acercarse a los portales que se abrían a esos amplios y laberínticos espacios interiores. A los lados, los matorrales crecían altos y ajenos.

Las misiones de observación electoral no son quizá la mejor manera de conocer un país, pero desde luego son muchos más ilustrativas que las visitas turísticas. Los colegios electorales están en todos sitios, desde los centros de las grandes ciudades a las pequeñas aldeas del mundo rural. Y no hay selección de interlocutores, por lo que puedes escudriñar a todo tipo de personas en todo tipo de ambientes. En octubre tuve ocasión de volver a Ucrania para una de estas misiones internacionales, como parte de la actividad de la Asamblea Parlamentaria de la OSCE. Hacían falta observadores en la zona de Odessa, Kiev estaba bien cubierta, y tres diputados españoles optamos por desplazarnos, tras las sesiones de información del viernes y mañana del sábado, a la ciudad del mítico Potemkin. El aeropuerto de Odessa es de la serie “basic”. Las maletas se entregaban en un rustico tablón de aglomerado apenas protegido de la eventual lluvia por un tejadillo en un espacio sin paredes. El hotel hacía un sincero esfuerzo por no desmerecer al aeropuerto, especialmente si se llegaba de noche; se accedía por un oscuro y desangelado patio interior, se pasaba debajo de una conducción aérea de gas y se llegaba a una destartalada portada, desde la que había que subir a un cuarto piso para encontrar la, digamos, recepción. El ascensor era nuevo y moderno, pero descubrimos que subir por las escaleras era mucho más emocionante: grietas que dejaban ver el piso inferior, juguetes infantiles en las puertas, desconchados, cables al aire, enigmáticos datos escritos con lápiz en las paredes. Y al llegar arriba, por supuesto, las cortinas; las extrañas y remilgadas cortinas que ratifican las pretensiones del lugar en los países del este. Materia suficiente para otro post, que no éste.
             La comitiva electoral que trajinaba por las zonas interiores de unos bloques grises estaba compuesta por cuatro jóvenes miembros de la Mesa electoral y un no menos joven policía. A media mañana, como en muchos otros sistemas electorales, una comisión de la Mesa salía del colegio para visitar a aquellos electores que habían alegado no poder desplazarse hasta el lugar de votación. Antes, se rellenaban impresos, se contaban papeletas, se revisaban los sellos y se rellenaban más impresos. Luego, se rellenaban algunos impresos más. Finalmente, los observadores internacionales seguían en el suyo al coche en el que viajaba la urna sellada y los amables ciudadanos responsables de esa sección electoral. La escalera del bloque era estrecha y oscura, y en sus rincones dormitaban botellas vacías y suciedad. Más suciedad que botellas, para ser sinceros, pero las botellas llamaban más la atención. Las puertas de las viviendas pretendían dar una impresión de solidez que no alcanzaban a transmitir, pero sí mostraban por ello que incluso en los lugares más modestos (bueno, pobres, qué tontería) las personas temían visitas no deseadas.
 
Abre la puerta una mujer menuda de mediana edad, que invita a pasar. Nos preguntan a los extranjeros si queremos hacerlo. Queremos, porque una irresistible curiosidad por conocer una modesta vivienda ucraniana puede más que la confianza en que los delegados harán correctamente su labor, vigilados unos por otros. Sólo el policía se queda en el descansillo. La mujer nos conduce a un cuarto en cuya cama yace una anciana. Allí dentro no sucede nada de particular, aparentemente. Una anciana ciudadana ejerce su reciente derecho al voto. No ha votado mucho en unas verdaderas elecciones en su larga vida. Es el escenario el que otorga a la escena todo su dramatismo. La mujer aparentemente vive en su cama y, en una mezcla de síndrome de Diógenes y mera necesidad de tener sus cosas a mano en sus largas soledades, acumula en su destartalado cuarto todo tipo de objetos y bolsas de plástico. En nuestro país esta mujer sería hace muchos años una forzosa paciente de los servicios sociales. Aquí es una anciana enferma que ha hecho venir hasta su cama a una delegación de su mesa electoral para no perder la ocasión de votar.

 
 
 
 
Es esa voluntad la que me conmueve. No parece que haga lo mismo para recibir atenciones que obviamente necesita, médicas, de compañía, de pura y básica higiene. Pero sí ha querido, contra toda su aplastante circunstancia personal, votar en las elecciones. Seguramente procurará no agobiar a su nieta, la que nos ha abierto y con toda seguridad no vive allí, con muchas peticiones, huirá de molestar y resultar una carga más para ella o el marido de ella. Pero sí esta vez, sí para votar. Para votar ha puesto en marcha el mecanismo, seguramente complejo y burocrático, y ha convencido a su nieta para que espere con ella a la comitiva habitual y, en este caso, la inesperada, unos silentes señores extranjeros que parecen seguir con interés la demorada liturgia. Incorporarse, buscar el documento de identidad en varias bolsas de plástico, examinar las enormes papeletas, musitar palabras a la joven responsable electoral, llamar a la nieta, poner una cruz temblorosa y quizá buena parte de su esperanza en una casilla de la veintena que se le ofrecen, y no abdicar de su ciudadanía, por más que cualquiera hubiera entendido que no lo hubiera hecho. Hay algo de comunión felizmente pagana en esa vieja molida por la vida, casi ajena ya a todo, extendiendo su nudosa mano hacia un joven que se inclina y le ofrece la urna transparente. No puedo evitar pensar en tantos jóvenes españoles descreídos de este rito, incluso en un sistema político que está años luz de éste, imberbe, balbuceante, todavía corrupto y difícilmente homologable. Un sistema que saldrá adelante, con todas las dificultades, mientras haya viejas enfermas como ésta de Odessa que ha puesto a su servicio por unos minutos a todo su Estado (y a parte del nuestro) para, sencillamente, votar.

He visto a estas personas en algunos sitios, en otras casas humildísimas con las mismas nietas solícitas. En los colegios rurales de Veliky Dalnik en los que los críos recitaban nombre de futbolistas españoles. En los barrios acomodados del centro, servidos por estrictas funcionarias estatales. En los minutos de pausada disertación de una delegada electoral de un partido quejándose del mal funcionamiento de las cámaras de video que debían registrar la jornada. En el hospital de Yerevan en el que las zonas de pago eran, dentro de la más estricta modestia, tan diferentes de los pasillos atestados de pacientes de la cobertura pública. He visto a tanta gente querer votar, querer sobre todo votar, que lamento que ese impulso primario del hombre contemporáneo pueda verse frenado en España por un sentido crítico respecto del sistema político que lo que debería precisamente hacer es impulsar a votar, para mejorarlo, para cambiarlo, para sustituirlo, para refutarlo, pero votando.


No hay comentarios:

Publicar un comentario