martes, 26 de marzo de 2013

#SIGS Forth Bridge. El puente de los ocho millones de remaches y los cincuenta y siete fantasmas obreros (y III)


Caro en libras y caro en vidas, pues a los setenta y cinco muertos del Tay se unieron durante la construcción del Forth otros cincuenta y siete cadáveres de trabajadores fallecidos en accidentes, meras víctimas propiciatorias para mayor gloria de los logros victorianos exhibidos en las exposiciones universales. Las ruedas dentadas del progreso, símbolos entonces del poder del hombre y sus máquinas, masticaban pulpa de clase obrera para engrasarse. Conscientes de ello, tal vez falsamente obsequiosos, los ingenieros, el constructor Arroll y las cuatro compañías ferroviarias financiadoras (Midland, North British, Great Northern, y North Eastern) llamaban al Forth “el puente de los obreros”, pues a ellos correspondió apañárselas por sí mismos para ir resolviendo día a día los innumerables problemas e imprevistos de una obra de características tan novedosas.
Mi primera y fugaz visión del Forth fue desde el paralelo puente colgante para tráfico rodado, cuya construcción debió esperar hasta 1964 y que, discreto, deja todo el protagonismo para su cercano hermano mayor. Camino de St. Andrews, cuna del golf, prometí volver para escudriñar de cerca aquella extraña estructura roja que había entrevisto media milla a la derecha, hacia la salida del estuario. Unos años después, sol y viento de una tarde de agosto, una línea de autobuses de cercanías de Edimburgo nos dejaba en un solitario cruce de carretera, bajo las vías. Sólo había que seguirlas, por veredas apenas holladas, entre las propiedades agrícolas, para llegar al extremo sur de la estructura pétrea que se lanza desde el bosque al vacío en busca del acero rojo. Unas escaleras invadidas por la hierba te dejan a los pies de los pilares, cerca de un modesto embarcadero y de un dique que desaparece bajo las aguas paralelo a la línea del puente. A no más de quinientos metros, están las primeras casas del recoleto Dalmeny. Desde sus calles, entre los edificios, se ven a lo lejos pedazos del puente, a veces casi completo, otras apenas un pilar, como en un decorado tubular. Con esa perspectiva perpendicular el puente parece más estilizado, más leve, más grácil, pero no más bello. No es extraño, pues, que casi todos los fotógrafos prefieran acercarse más a sus extremos y encuadrar desde ellos el escorzo de esa majestuosa montaña rusa que se pierde en la niebla. Desde esos dos lugares de las orillas opuestas el puente adquiere la proporción de un sólido poema de tres partes destinado a durar para siempre, eterno, solemne, hierático, sugerente y exacto como la Comedia del Dante.
Edimboro espera, se encienden las luces del Fringe, y en algún lugar hay una botella de Laphroaig susurrando encantamientos de viejas brujas escocesas que el viento nos trae hasta la orilla del Forth. Es hora de prometer que volverás, quizá a la orilla norte, quizá otra tarde de agosto, quizá solo, quizá contigo.
 
Nacho S Amor

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