Caro en libras y caro en vidas, pues a los setenta y
cinco muertos del Tay se unieron durante la construcción del Forth otros cincuenta
y siete cadáveres de trabajadores fallecidos en accidentes, meras víctimas
propiciatorias para mayor gloria de los logros victorianos exhibidos en las
exposiciones universales. Las ruedas dentadas del progreso, símbolos entonces
del poder del hombre y sus máquinas, masticaban pulpa de clase obrera para
engrasarse. Conscientes de ello, tal vez falsamente obsequiosos, los
ingenieros, el constructor Arroll y las cuatro compañías ferroviarias
financiadoras (Midland, North British, Great Northern, y North Eastern)
llamaban al Forth “el puente de los obreros”, pues a ellos correspondió
apañárselas por sí mismos para ir resolviendo día a día los innumerables
problemas e imprevistos de una obra de características tan novedosas.
Mi primera y fugaz visión del Forth fue desde el
paralelo puente colgante para tráfico rodado, cuya construcción debió esperar
hasta 1964 y que, discreto, deja todo el protagonismo para su cercano hermano
mayor. Camino de St. Andrews, cuna del golf, prometí volver para escudriñar de cerca
aquella extraña estructura roja que había entrevisto media milla a la derecha,
hacia la salida del estuario. Unos años después, sol y viento de una tarde de
agosto, una línea de autobuses de cercanías de Edimburgo nos dejaba en un
solitario cruce de carretera, bajo las vías. Sólo había que seguirlas, por
veredas apenas holladas, entre las propiedades agrícolas, para llegar al
extremo sur de la estructura pétrea que se lanza desde el bosque al vacío en
busca del acero rojo. Unas escaleras invadidas por la hierba te dejan a los
pies de los pilares, cerca de un modesto embarcadero y de un dique que
desaparece bajo las aguas paralelo a la línea del puente. A no más de
quinientos metros, están las primeras casas del recoleto Dalmeny. Desde sus
calles, entre los edificios, se ven a lo lejos pedazos del puente, a veces casi
completo, otras apenas un pilar, como en un decorado tubular. Con esa
perspectiva perpendicular el puente parece más estilizado, más leve, más
grácil, pero no más bello. No es extraño, pues, que casi todos los fotógrafos
prefieran acercarse más a sus extremos y encuadrar desde ellos el escorzo de
esa majestuosa montaña rusa que se pierde en la niebla. Desde esos dos lugares
de las orillas opuestas el puente adquiere la proporción de un sólido poema de
tres partes destinado a durar para siempre, eterno, solemne, hierático,
sugerente y exacto como la Comedia del Dante.
Edimboro espera, se encienden las luces del Fringe,
y en algún lugar hay una botella de Laphroaig susurrando encantamientos de viejas
brujas escocesas que el viento nos trae hasta la orilla del Forth. Es hora de
prometer que volverás, quizá a la orilla norte, quizá otra tarde de agosto,
quizá solo, quizá contigo.
Nacho S Amor
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