Hoy Extremadura es una tierra sustancialmente
conforme con su identidad regional y con su sólido anclaje en la identidad
común española. En los comentarios de nuestra prensa, en las reflexiones de los
pensadores, y en la propia actitud vital de los extremeños se viene reflejando
en los últimos años una creciente satisfacción con el hecho regional. Pero esta
no era la situación hace veinte o veinticinco años. En esa época no existía una
conciencia de pueblo, ni siquiera el atisbo de que esa identidad común pudiera
lograrse en este corto plazo de tiempo. Extremadura había sido para sus
habitantes un mero espacio administrativo en el que convivían entre roces y
desconocimiento dos provincias, éstas sí más asentadas en la conciencia popular.
A ello contribuían el difícil equilibrio de cualquier entidad con dos centros
de gravedad y unas divisiones administrativas que parecían diseñadas para
separar concienzudamente a las dos sociedades. Cáceres, de influencia cultural
más castellana, se giraba hacia el centro y el norte en lo político, lo
económico, lo cultural, lo educativo, lo militar e incluso lo religioso.
Badajoz hacía lo propio hacia Andalucía. No en vano se decía tópicamente:
“Extremadura, dos: Cáceres y Badajoz”.
La identidad
extremeña ha tenido que ir forjándose a base de convertir esas tendencias
centrífugas en movimientos centrípetos, convirtiendo dos espirales contiguas
que se abrían hacia fuera en un sola espiral que busca su propio centro. Y ese
cambio de tendencia ha tenido que ir encajándose en cada parcela de la vida
política, social, económica y cultural. En Extremadura correspondió a las
recién creadas instituciones regionales extremeñas llevar en primer lugar esa
novedosa antorcha de la estrenada identidad política. Y ello en un ambiente que
aún invitaba más al escepticismo y la desmovilización, sujeto todavía a
localismos y a las tendencias disgregadoras descritas. Los medios de
comunicación regionales asumieron pronto y con gran eficacia el acompañamiento
de esa tarea de creación de una identidad propia allí donde antes parecía haber
identidades provinciales parciales y excluyentes. La Universidad, poco a poco,
comenzó también a serlo, no sólo de Extremadura, sino también “para”
Extremadura, volcando el enorme caudal de conocimientos que iba atesorando
sobre la realidad circundante más cercana.
Los ochenta
fueron la época del autoreconocimiento, del descubrimiento de la rica realidad
pasada de la región y de las potencialidades de su presente. En lucha contra
los intentos por mantener a Extremadura en una posición política y
económicamente dependiente, en casos como el de la segunda central nuclear que
se construía o el absentismo de los grandes propietarios, se forjaba una
personalidad social crítica y reivindicativa. Extremadura levantaba la voz por
primera vez en siglos, y no para desmarcarse del proyecto político español,
sino para reforzarlo desde la periferia, recordando los deberes solidarios de
todos los territorios. De ese proceso quedó ya para siempre un cierto orgullo
que se expresaba de modo espontáneo en hechos intrascendentes pero
significativos, como la proliferación extraordinaria del uso de la bandera
regional en los ochenta de los modos más insospechados e imaginativos.
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