El siguiente paso ha sido el surgimiento de una sociedad
civil extremeña. En los ochenta había una excesiva presencia de las
instituciones y un déficit de sociedad. Antes, todo era la Junta, o el
Gobierno, o las Diputaciones o los Ayuntamientos. Nada parecía moverse si no
era con el concurso del impulso o la financiación pública. No hay de qué
extrañarse; Extremadura, por los problemas históricos que arrastraba, carecía
de una articulación social suficiente, lo que otorgaba el protagonismo de
muchos procesos sociales a los poderes públicos. Afortunadamente, y siendo
conscientes de que esa situación era entonces difícilmente evitable,
conseguimos que no se enquistara definitivamente y que, poco a poco, comenzara
a surgir una actividad social autónoma que se salía del circuito tradicional del
poder público. En efecto, en los noventa hemos visto como hay ya una evidente
autonomía y un creciente protagonismo de un tejido social nuevo, eminentemente
de clase media, que asume un papel dinamizador. Trabajosamente, pero con
firmeza, está surgiendo esa sociedad madura que hasta ahora estaba, como si de
una minoría de edad se tratase, oculta por la omnipresencia de las
instituciones. Ha aparecido una Extremadura real, hasta hace poco difuminada
tras los visillos de la Extremadura oficial.
En mi opinión,
los extremeños aún estamos inmersos en este proceso de reacomodación de
papeles. La cuestión que se plantea en Extremadura es si a este ajuste de
funciones y a esta emergencia innegable de una sociedad hasta hace poco
inexistente le acompaña un proceso de integración regional y de asunción de una
identidad colectiva que nos asegure una cierta solidez del entramado que
estamos estrenando.
Desde este
punto de vista la sociedad extremeña parece encontrarse en un cruce de caminos.
Y en vez de optar por encontrar nuestra vía de reconocimiento colectivo en una
exaltación del pasado, una historia con la que tenemos una relación más bien de
conflicto, hemos optado por basar nuestra identidad en los proyectos conjuntos
de futuro. Somos el atisbo de lo que seremos, nos definimos más por lo que
pretendemos que por lo que fuimos. A esta extraña y paradójica sensación se la ha
denominado “nostalgia del futuro”, añadiendose que cuando un
pueblo no ha tenido una edad de oro, es que esa época le está esperando en
algún recodo del futuro. Pero no es la nuestra una espera pasiva de ese
momento, sino una entrega activa a nuestras tareas colectivas, un esfuerzo para
hacer realidad esa sensación esperanzadora de que, por fin, lo vamos a
conseguir.
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