martes, 15 de enero de 2013

Adalid-Todorov. De nuevo sobre las raíces cristianas de Europa. (II)


Otra cosa es la determinación de las raíces filosóficas de Europa como sujeto histórico y como cultura o agregación de culturas. La Europa de hoy es un precipitado histórico y, por tanto, consecuencia de la(s) Europa(s) del pasado. Sí, es una verdad de Perogrullo, pero deliberada. Y desde este punto de vista es innegable la influencia cristiana en gran parte de su historia consciente de sí (¿desde Poitiers?). Claro que también podría decirse que el cristianismo no es sino el vehículo para la entrada en el continente de raíces religiosas orientales más antiguas, tanto da ahora. No se trata de negar esas raíces. Pero sí de recordar que, más allá de los inteligentísimos quiebros de Ratzinger para que el catolicismo aparezca ahora como una manifestación de la racionalidad al mismo tiempo que de la fe, la historia muestra con demasiada nitidez el papel de la Iglesia y de sus ideólogos frente al avance del racionalismo humanista. Proclamarse ahora poco menos que racionalistas puede dar lugar a parabienes y bienvenidas, pero tampoco autoriza a ponerse el primero de la fila. Es como si la Iglesia Católica organizara ahora los fastos de celebración de Galileo para sacudirse remordimientos.

Se me dirá que una cosa es el papel histórico de la Iglesia y otra muy diferente la filosofía cristiana. Es posible, pero lo cierto es que el cristianismo ha presumido durante siglos de poseer un sistema privativo de reconocimiento de la verdad que no teníamos los demás: la fe. Y a través de ella, y no por cualquier procedimiento racional, acceso a la verdad revelada. Y por ese camino pavimentado, a la construcción de sociedades humanas más justas y moralmente avanzadas. Así cualquiera, diría el castizo. Los demás levantando pacientemente durante milenios un sistema de conocimiento del mundo y de valores desesperantemente lento y agotador (toda la historia de la filosofía y de la ciencia juntas), mientras a otros todo eso les venía dado con el bautismo y la práctica religiosa. Pues bien, lo que parece ahora una mera táctica acomodaticia, visto que el avance de la ciencia va dando sucesivamente explicaciones racionales de la realidad y acorralando las explicaciones religiosas anteriores, es pasarse con armas y bagajes al campo racionalista que secularmente se ha atacado, ignorado o despreciado, sucesivamente. Y con el que ahora se contemporiza, sin que resulte muy difícil adivinar por qué.
 
 
 
 
No hablo pues del cómodo expediente de despreciar la filosofía cristiana a causa de la práctica histórica de la Iglesia, tan tenazmente contradictoria con lo que ahora parece predicar. No es que me parezca mal argumento, porque es verdad que cuando se trata de ser voz autorizada de esa religión la Iglesia se inviste de infalibilidad, pero cuando se trata de soltar lastre respecto de los “errores” del pasado, se acude al carácter temporal y humano de sus representantes y de su institución para justificarlos. Así cualquiera, cuando una supuesta verdad no es todavía atacada por el conocimiento científico, es la verdad y punto. Cuando se viene abajo, es un error de la Iglesia, de sus hombres. Pero no incurriré en ese fácil camino. Lo que digo es que, más allá de una práctica perfectamente coherente con esa idea, la Iglesia ha atacado, ignorado o despreciado la racionalidad humana como instrumento suficiente de conocimiento y de perfeccionamiento moral. No se trata de haber quemado a Galileo, se trata, y eso es lo grave (aunque seguramente Galileo pensaría que lo grave fue lo otro), de haber refutado sus ideas sin bajar al campo del razonamiento y la discusión, sin apearse del púlpito, sin someterse a una deliberación racional. Ese es el pecado original que el cristianismo debe purgar en esta época de avance acelerado del conocimiento. Lo otro, la persecución crudelísima de cualquier pensador heterodoxo, las excomuniones, las hogueras de libros, los anatemas, el mantenimiento de grandes masas humanas sujetas a la incultura, la justificación de los poderes políticos coetáneos, la detentación de un poder temporal omnímodo, todo eso son pecadillos veniales comparados con lo anterior.
 
(Cont.)

 

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