jueves, 31 de enero de 2013

La Caverna. Saramago nos habla de su abuelo y de nuestro mundo (y IV).

Saramago juega con sus personajes y juega también con los lectores, en una muestra madura de su sabiduría narrativa. En efecto, como en tantas ficciones, hay un narrador omnipresente que lo sabe todo de sus personajes y aparece ordenando sus pensamientos, acciones y palabras. Sabe lo que sucedió antes de los hechos y lo que sucederá en la trama. Sabe más cosas que el conjunto de todos ellos, y por eso puede decirnos que Marta ha quedado embarazada aunque ella todavía no lo sepa. Hasta este punto, nada nuevo; el recurso al narrador de este tipo es norma en un relato formalmente clásico. Pero Saramago va mucho más allá, permitiéndonos adivinar a lo largo del texto nuevas y prodigiosas capacidades de este narrador, que no sólo conoce el relato desde dentro, al desarrollar su trama, sino que es capaz de salirse del mismo y entablar conversación con el propio lector. Así es, el narrador parece saber que esta historia que cuenta es una novela, un libro que sostiene un lector, y ello le autoriza a dirigirse de vez en cuando al mismo con toda naturalidad, dándonos indicaciones sobre la lectura, mostrándonos las costuras del texto, pidiéndonos una actitud o disposición ante una escena, hablándonos del relato del que él mismo es parte supuestamente inconsciente. Por ejemplo, nos dice que de tal o cual personaje no se dan más detalles porque piensa que no va a salir mucho más en la novela, aunque luego no sea así. O nos conmina, ante una situación determinada, a que “se suspenda todo, por favor, que nadie hable, que nadie se mueva, que nadie se entrometa, ésta es la escena conmovedora por excelencia”. O nos avisa a los lectores de que “no sucederá nada malo, era lo que faltaba, dejarse caer poco estéticamente uno de los personajes principales en el momento culminante de la acción”. Un triple nivel del discurso, pues, el de lo que dicen los personajes, el que añade el narrador sobre sus acciones o pensamientos, haciendo avanzar la trama, y un tercero en el que el narrador se dirige al lector con complicidad, como si ambos estuvieran viendo la escena desde fuera, uno junto al otro. Y todo ello bajo la forma de un texto denso, casi sin puntos aparte y en capítulos sin titular ni numerar.
 
Decía al principio de esta ya premiosa crónica que este lector había encontrado varios postigos hacia otros posibles relatos. Especialmente sugerentes me parecieron, y por tanto dignas de mayor desarrollo, las escuetas informaciones sobre los habitantes del cinturón de chabolas y sus periódicos asaltos a quienes entraban a la ciudad con mercancías, incluido el encuentro solidario con un presumible atacante, así como la otra caverna del relato, no la del “Centro”, ni el horno de Algor, sino esa otra cueva campestre en la que el alfarero colocaba cuidadosamente la loza que rechazaban en la ciudad y que habría de ser en un porvenir muy lejano objeto preferente de la atención de los futuros arqueólogos. Ramas de otra ardilla que no importa, vista la agilidad y la decisión con la que Don José se encamina hacia la página 350 de la, como siempre, sencilla edición portuguesa de Caminho.
 
        En definitiva, un Saramago en sazón que sigue explorando con pericia la épica modesta de héroes anónimos puestos en situaciones extremas, como en las dos novelas anteriores de esta “trilogía involuntaria” con la que el Nobel portugués parece haber cerrado su anterior predilección por novelar la historia. Un excelente regalo de Reyes en la versión española que sale estas fechas.

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