Saramago juega con sus
personajes y juega también con los lectores, en una muestra madura de su
sabiduría narrativa. En efecto, como en tantas ficciones, hay un narrador
omnipresente que lo sabe todo de sus personajes y aparece ordenando sus
pensamientos, acciones y palabras. Sabe lo que sucedió antes de los hechos y lo
que sucederá en la trama. Sabe más cosas que el conjunto de todos ellos, y por
eso puede decirnos que Marta ha quedado embarazada aunque ella todavía no lo
sepa. Hasta este punto, nada nuevo; el recurso al narrador de este tipo es
norma en un relato formalmente clásico. Pero Saramago va mucho más allá,
permitiéndonos adivinar a lo largo del texto nuevas y prodigiosas capacidades
de este narrador, que no sólo conoce el relato desde dentro, al desarrollar su
trama, sino que es capaz de salirse del mismo y entablar conversación con el
propio lector. Así es, el narrador parece saber que esta historia que cuenta es
una novela, un libro que sostiene un lector, y ello le autoriza a dirigirse de
vez en cuando al mismo con toda naturalidad, dándonos indicaciones sobre la
lectura, mostrándonos las costuras del texto, pidiéndonos una actitud o
disposición ante una escena, hablándonos del relato del que él mismo es parte
supuestamente inconsciente. Por ejemplo, nos dice que de tal o cual personaje
no se dan más detalles porque piensa que no va a salir mucho más en la novela,
aunque luego no sea así. O nos conmina, ante una situación determinada, a que
“se suspenda todo, por favor, que nadie hable, que nadie se mueva, que nadie se
entrometa, ésta es la escena conmovedora por excelencia”. O nos avisa a los
lectores de que “no sucederá nada malo, era lo que faltaba, dejarse caer poco
estéticamente uno de los personajes principales en el momento culminante de la
acción”. Un triple nivel del discurso, pues, el de lo que dicen los personajes,
el que añade el narrador sobre sus acciones o pensamientos, haciendo avanzar la
trama, y un tercero en el que el narrador se dirige al lector con complicidad,
como si ambos estuvieran viendo la escena desde fuera, uno junto al otro. Y
todo ello bajo la forma de un texto denso, casi sin puntos aparte y en
capítulos sin titular ni numerar.
Decía al principio de esta
ya premiosa crónica que este lector había encontrado varios postigos hacia
otros posibles relatos. Especialmente sugerentes me parecieron, y por tanto
dignas de mayor desarrollo, las escuetas informaciones sobre los habitantes del
cinturón de chabolas y sus periódicos asaltos a quienes entraban a la ciudad
con mercancías, incluido el encuentro solidario con un presumible atacante, así
como la otra caverna del relato, no la del “Centro”, ni el horno de Algor, sino
esa otra cueva campestre en la que el alfarero colocaba cuidadosamente la loza
que rechazaban en la ciudad y que habría de ser en un porvenir muy lejano
objeto preferente de la atención de los futuros arqueólogos. Ramas de otra
ardilla que no importa, vista la agilidad y la decisión con la que Don José se
encamina hacia la página 350 de la, como siempre, sencilla edición portuguesa
de Caminho.
En definitiva, un Saramago en sazón que sigue
explorando con pericia la épica modesta de héroes anónimos puestos en
situaciones extremas, como en las dos novelas anteriores de esta “trilogía
involuntaria” con la que el Nobel portugués parece haber cerrado su anterior
predilección por novelar la historia. Un excelente regalo de Reyes en la
versión española que sale estas fechas.
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