Para Malcolm X había dos modelos de negros, el de la casa
y el de la plantación. El primero imitaba a los blancos, era dócil, vestía como
sus dueños y era fácil hacer gavilla de él. Si su amo enfermaba, decía: “¿Es
que estamos malos, amo?”. El de la plantación conservaba celosamente sus
costumbres raciales, vestía a su modo y era protestón, rebelde y, a menudo,
violento. Si su amo enfermaba, rezaba para que muriera. En los primeros ochenta
el mercado y los medios de comunicación nos propusieron esos dos modelos. De
una parte, saltarín, simpático, altruista, un buen chico, Michael Jackson. De
otro, lascivo, oscuro, maleducado, difícil, un chico malo, Prince.
Jackson, pues, era pasto de amores adolescentes, sus
discos podían ser regalados a los hijos por Navidad, e incluso Paul MacCartney
le hacía coros en dulcísimas baladas cargadas de buenas intenciones
multiétnicas (Ebony & Ivory). Anunciaba Pepsi, y no cualquier bebida
alcohólica, y participaba en películas infantiles como El Mago de Oz. Todos los
niños del mundo podían ser salvados por los derechos algunas de sus canciones
humanitarias y, de hecho, no es que dejáramos que los niños se acercaran a él,
es que se los echábamos literalmente encima.
Prince era el duro, el excéntrico, hacía gala de una
estudiada mala educación, de movimientos groseros, de una impúdica exhibición
de contoneos directamente sexuales con chicas decididamente poco recomendables,
cuando no con sus propias guitarras. Sus letras eran, para decirlo suavemente,
lo suficientemente explícitas como para ruborizar a un camionero y su música
era una hija del funky más
sólidamente erótico y asocial. No participaba de campañas benéficas ni se
dejaba ver por la Casa Blanca saludando al Presidente.
Ni que decir tiene que amábamos a Prince y detestábamos
al blando Jackson, que no nos parecía sino un mero producto comercial
prefabricado, sobre todo comparado con la aparente frescura y energía del
personalísimo compositor de “Kiss”. Prince parecía el lado oscuro, rebelde e
inmanejable de la negritud domesticada y facilona de Jackson. Qué equivocados
estábamos.
No obstante, Jackson, no pudo evitar avisarnos de su
tormenta interior (I’m bad), presagiando que sus oscuras circunvoluciones
cerebrales lograrían saltar por encima de la torpe barrera de su imagen
comercial. Un Hyde impredecible crecía dentro del Jeckyll de pelo ensortijado.
Mientras Prince seguía bailando con chicas mazicísimas y haciendo casi el mismo
disco cada año, el pequeño de los Jackson se retorcía dentro de su entonces
negrísima envoltura y comenzaba su rubicón existencial, primero la nariz, luego
la piel, más tarde el género y después el alma. Encerrado en una casa
infantiloide diseñada por un creador de pesadillas adultas, alimentándose en
burbujas oxigenadas, atrayendo a su cubil a tiernos infantes con intenciones
poco edificantes, viendo el contenido de sus calzoncillos exhibido en las
revistas, tomando el té con Elisabeth Taylor (quizá este sea el síntoma más inquietante),
casándose con una hija de otro monstruo egocéntrico para escapar de los
rumores, acosado por decenas de extorsiones por parte de padres de niños
ex-amigos del genio, difamado por su propia hermana, montándose sin recato una
parafernalia militarista directamente fascista y egolátrica, perfeccionando
voluntarioso una androginia ya casi sublime y, sobre todo, blanco, cada vez
más blanco, como un monstruoso vitíligo cantor que es capaz de producir más
escándalos por temporada y de mayores proporciones que el pobre, ingenuo y
destronado Prince.
Mientras Jackson se hizo un nombrecito en el
fastuoso universo de los depravados memorables, junto a Nerón, Sade o
Barbarroja, el Artista Antes Conocido Como Prince se empequeñece más (si cabe),
hasta el punto de que ya ni sabemos como se llama.
Térsites Brusquet.
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