domingo, 27 de enero de 2013

El príncipe y la corista.


            Para Malcolm X había dos modelos de negros, el de la casa y el de la plantación. El primero imitaba a los blancos, era dócil, vestía como sus dueños y era fácil hacer gavilla de él. Si su amo enfermaba, decía: “¿Es que estamos malos, amo?”. El de la plantación conservaba celosamente sus costumbres raciales, vestía a su modo y era protestón, rebelde y, a menudo, violento. Si su amo enfermaba, rezaba para que muriera. En los primeros ochenta el mercado y los medios de comunicación nos propusieron esos dos modelos. De una parte, saltarín, simpático, altruista, un buen chico, Michael Jackson. De otro, lascivo, oscuro, maleducado, difícil, un chico malo, Prince.

            Jackson, pues, era pasto de amores adolescentes, sus discos podían ser regalados a los hijos por Navidad, e incluso Paul MacCartney le hacía coros en dulcísimas baladas cargadas de buenas intenciones multiétnicas (Ebony & Ivory). Anunciaba Pepsi, y no cualquier bebida alcohólica, y participaba en películas infantiles como El Mago de Oz. Todos los niños del mundo podían ser salvados por los derechos algunas de sus canciones humanitarias y, de hecho, no es que dejáramos que los niños se acercaran a él, es que se los echábamos literalmente encima.

            Prince era el duro, el excéntrico, hacía gala de una estudiada mala educación, de movimientos groseros, de una impúdica exhibición de contoneos directamente sexuales con chicas decididamente poco recomendables, cuando no con sus propias guitarras. Sus letras eran, para decirlo suavemente, lo suficientemente explícitas como para ruborizar a un camionero y su música era una hija del funky más sólidamente erótico y asocial. No participaba de campañas benéficas ni se dejaba ver por la Casa Blanca saludando al Presidente.

            Ni que decir tiene que amábamos a Prince y detestábamos al blando Jackson, que no nos parecía sino un mero producto comercial prefabricado, sobre todo comparado con la aparente frescura y energía del personalísimo compositor de “Kiss”. Prince parecía el lado oscuro, rebelde e inmanejable de la negritud domesticada y facilona de Jackson. Qué equivocados estábamos.

            No obstante, Jackson, no pudo evitar avisarnos de su tormenta interior (I’m bad), presagiando que sus oscuras circunvoluciones cerebrales lograrían saltar por encima de la torpe barrera de su imagen comercial. Un Hyde impredecible crecía dentro del Jeckyll de pelo ensortijado. Mientras Prince seguía bailando con chicas mazicísimas y haciendo casi el mismo disco cada año, el pequeño de los Jackson se retorcía dentro de su entonces negrísima envoltura y comenzaba su rubicón existencial, primero la nariz, luego la piel, más tarde el género y después el alma. Encerrado en una casa infantiloide diseñada por un creador de pesadillas adultas, alimentándose en burbujas oxigenadas, atrayendo a su cubil a tiernos infantes con intenciones poco edificantes, viendo el contenido de sus calzoncillos exhibido en las revistas, tomando el té con Elisabeth Taylor (quizá este sea el síntoma más inquietante), casándose con una hija de otro monstruo egocéntrico para escapar de los rumores, acosado por decenas de extorsiones por parte de padres de niños ex-amigos del genio, difamado por su propia hermana, montándose sin recato una parafernalia militarista directamente fascista y egolátrica, perfeccionando voluntarioso una androginia ya casi sublime y, sobre todo, blanco, cada vez más blanco, como un monstruoso vitíligo cantor que es capaz de producir más escándalos por temporada y de mayores proporciones que el pobre, ingenuo y destronado Prince.

            Mientras Jackson se hizo un nombrecito en el fastuoso universo de los depravados memorables, junto a Nerón, Sade o Barbarroja, el Artista Antes Conocido Como Prince se empequeñece más (si cabe), hasta el punto de que ya ni sabemos como se llama.

Térsites Brusquet.

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