sábado, 26 de enero de 2013

Extremadura-Cataluña. Curvar el espacio hasta que los extremos se toquen (I)

                Sería muy largo de argumentar, pero no es tan difícil de intuir. Por muchas y variadas razones, Cataluña y Extremadura han llegado a representar hoy en el imaginario de muchos españoles las dos posiciones más alejadas en una hipotética línea continua que ensartaría a todas los demás nacionalidades y regiones y que podría representar convencionalmente el conjunto de tensiones territoriales que, en buena medida, explican la España de hoy.
 
                En primer lugar hay que dejar bien sentado que se trata de una “representación”, de una convención simplificadora, de una imagen, y que eso no significa que se trate de la pura realidad. Pero aunque no sea la realidad, toda y solo la realidad, esa proyección tan extendida sí que es una realidad en sí misma, un hecho que deberíamos explorar para darle carta de naturaleza, para refutarlo o para reconducirlo a sus contornos más precisos.
Encuentro Extremadura-Cataluña en Alcántara (2009). J. R. Alonso de la Torre, J. Figueiredo, V. García, J. Durán, J.A. Doncel, J. Gruart, J. D. Fernández, A. M. Soguer, J. Serna, J. M. Brull, J. I. Ortuño, M. Lanzas, N. S. Amor, J. M. Romagueras, E. Juliana, M. Barroso, P. Centeno, J. L. Corcobado, J. M. Pagador, M. A. Melón, R. Font, N. Moreno, V. Guerrero
                En segundo lugar, no está de más recordar que se ha tratado de un proceso de al menos dos decenios, y no de una herencia histórica de la que no se podía escapar. Es verdad que desde muchos puntos de vista objetivos hemos sido realidades humanas muy alejadas, aunque no por ello necesariamente antagónicas. Los extremeños se acostumbraron pronto a que en muchas estadísticas regionales usualmente exhibidas en la vida pública española su posición de cola contrastase con las posiciones de cabeza catalanas. O al revés. Pero no es eso lo que importa ahora. Sino la idea del proceso poco a poco asumido por los actores políticos, las instituciones, los creadores de opinión y finalmente el común de ambas opiniones públicas. Aparentemente, no nos hemos sentido demasiado incómodos en ese papel de los dos extremos polares, de modo que, con más o menos disimulados mohínes de disgusto, hemos ido asumiendo ese rol especular. Porque nos era útil en lo doméstico, porque era una pesadez estar todo el día negándolo, porque no dejaba de adornarnos y darnos un papel más nítido en el tablero nacional, por la pura naturaleza de las cosas que nos separan con natural rotundidad, quien sabe, por mero cálculo legítimo. Como mínimo, lo hemos dejado correr.
                Y ni siquiera hay que pensar que esa actitud conscientemente indolente fuese malitencionada, ni con el otro, ni con el resto del conjunto español. Es más, incluso puede haber sido útil como elemento pedagógico para que los españoles se fueran acostumbrando a la complejidad de la nueva arquitectura política española, a la presencia de múltiples argumentos cruzados, a la existencia de nuevas reglas de juego y nuevos actores territoriales, además de los partidos y su tradicional alineación, también convencional, en ese otro eje izquierda derecha. Hasta cierto punto hemos representado la complejidad de la nueva política española. Eso asusta a algunos melindrosos que ven en cada declaración enérgica una amenaza de proporciones siderales sobre esa supuestamente indestructible idea de España. No es más que franquismo sociológico residual. Han transferido sus pavores medievales de la izquierda o la mera democracia, hacia los nuevos poderes territoriales. El cromosoma “antes roja que rota” sigue siendo la capital de su mapa genético, a poco que se rasque.
(Cont.)

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