Sería
muy largo de argumentar, pero no es tan difícil de intuir. Por muchas y
variadas razones, Cataluña y Extremadura han llegado a representar hoy en el
imaginario de muchos españoles las dos posiciones más alejadas en una
hipotética línea continua que ensartaría a todas los demás nacionalidades y
regiones y que podría representar convencionalmente el conjunto de tensiones
territoriales que, en buena medida, explican la España de hoy.
En
primer lugar hay que dejar bien sentado que se trata de una “representación”,
de una convención simplificadora, de una imagen, y que eso no significa que se
trate de la pura realidad. Pero aunque no sea la realidad, toda y solo la
realidad, esa proyección tan extendida sí que es una realidad en sí misma, un
hecho que deberíamos explorar para darle carta de naturaleza, para refutarlo o
para reconducirlo a sus contornos más precisos.
En
segundo lugar, no está de más recordar que se ha tratado de un proceso de al
menos dos decenios, y no de una herencia histórica de la que no se podía
escapar. Es verdad que desde muchos puntos de vista objetivos hemos sido
realidades humanas muy alejadas, aunque no por ello necesariamente antagónicas.
Los extremeños se acostumbraron pronto a que en muchas estadísticas regionales
usualmente exhibidas en la vida pública española su posición de cola
contrastase con las posiciones de cabeza catalanas. O al revés. Pero no es eso
lo que importa ahora. Sino la idea del proceso poco a poco asumido por los
actores políticos, las instituciones, los creadores de opinión y finalmente el
común de ambas opiniones públicas. Aparentemente, no nos hemos sentido
demasiado incómodos en ese papel de los dos extremos polares, de modo que, con
más o menos disimulados mohínes de disgusto, hemos ido asumiendo ese rol
especular. Porque nos era útil en lo doméstico, porque era una pesadez estar
todo el día negándolo, porque no dejaba de adornarnos y darnos un papel más
nítido en el tablero nacional, por la pura naturaleza de las cosas que nos
separan con natural rotundidad, quien sabe, por mero cálculo legítimo. Como
mínimo, lo hemos dejado correr.
Y ni
siquiera hay que pensar que esa actitud conscientemente indolente fuese
malitencionada, ni con el otro, ni con el resto del conjunto español. Es más,
incluso puede haber sido útil como elemento pedagógico para que los españoles
se fueran acostumbrando a la complejidad de la nueva arquitectura política
española, a la presencia de múltiples argumentos cruzados, a la existencia de
nuevas reglas de juego y nuevos actores territoriales, además de los partidos y
su tradicional alineación, también convencional, en ese otro eje izquierda
derecha. Hasta cierto punto hemos representado la complejidad de la nueva
política española. Eso asusta a algunos melindrosos que ven en cada declaración
enérgica una amenaza de proporciones siderales sobre esa supuestamente
indestructible idea de España. No es más que franquismo sociológico residual.
Han transferido sus pavores medievales de la izquierda o la mera democracia,
hacia los nuevos poderes territoriales. El cromosoma “antes roja que rota”
sigue siendo la capital de su mapa genético, a poco que se rasque.
(Cont.)
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