Mi tesis es que la identidad
regional extremeña es sobre todo un proceso en curso. Y que tiene una base
menos historicista que otras coetáneas que han hecho del pasado el eje de la
personalidad social. Por supuesto, todos los nacionalismos son historicistas,
aíslan una supuesta edad de oro y la subliman hasta convertirla en un
desiderátum para el presente y el futuro. Pero es un mecanismo que también se
aprecia en algunos intentos de construcción de nuestras identidades locales (la
Mérida romana, el Badajoz islámico, el Cáceres cristiano renacentista, el norte
vetón antirromano, etc.). No es el caso de la región en su conjunto. Las
referencias identitarias históricas son confusas y se superponen en capas
impermeables. La mejor prueba de ello es ese recurso tan socorrido para
disimular la inexistencia de una sustrato comúnmente aceptado: Extremadura es
un cruce de caminos. Un mero tópico que no explica nada, pero que permite
hurtar otras explicaciones. Equivale a decir, no hay una etiqueta predominante,
sino una sucesión de referencias que no permite emerger un elemento categorizador,
como sí sucede por ejemplo con Mérida o Cáceres (lo de Badajoz es reciente, no
sabemos si cuajará). El mundo
prerromano, las órdenes militares, la conquista americana, la mesta, unas
ciertas élites políticas decimonónicas, entre otros muchos, son retazos de ese
relato histórico legitimador. Pero ni de lejos alcanza la solidez y permanencia
de los paralelos de otros pueblos españoles. No tenemos un relato legitimador
histórico coherente con lo que ahora somos.
Desde este punto de vista, ya se ha dicho aquí, tenemos una identidad
histórica en mosaico.
Por el contrario, Extremadura se
ha hecho consciente de su entidad contemporánea en sorda lucha con su historia.
Cuando despertamos a la conciencia de nosotros como pueblo (de un modo
generalizado, más allá de las élites) fue con la efervescencia fluida de los últimos
setenta, el mimetismo de los primeros ochenta y el proceso reflexivo de
asunción del autogobierno a partir de ese momento. Todos los relatos
legitimadores de la autonomía se basaban en una especie de revancha frente a la
historia; se erguían sobre un elemento común, esa especie de grito de “nunca
más”. Nunca más postrada, nunca más olvidada, nunca más despoblada, nunca más explotada,
nunca más saqueada, nunca más dividida. Una especie de auto-irredentismo que
pretendía la liberación de Extremadura y su anexión a sí misma. Había una clara
sensación de injusticia secular con la región y, en consecuencia, un rechazo de
la historia como elemento sobre el que construir el tiempo nuevo. Mientras
otros pueblos por la misma época buceaban en su pasado para reclamar poderes
que decían haber tenido, los extremeños partían para la aventura del
autogobierno bastante ligeros de equipaje histórico. Ni dinastías propias, ni
himnos mil veces cantados entredientes, ni banderas guardadas en el fondo de
los baúles, ni edades de oro que recuperar. Esa circunstancia abría inesperadamente muchos
espacios en limpio que rellenar. El primero y más trascendente, aunque haya
pasado desapercibido hasta la reforma estatutaria reciente, es que en
Extremadura la base del poder político es la voluntad de los extremeños vivos,
y no la imposición de las generaciones muertas. Parece una perogrullada, pero
cuando uno mira el panorama alrededor, con tantas sociedades modernas husmeando
en el pasado para justificarse en el presente, no es la nuestra una elección inocente.
Extremadura tiene en su base política más profunda la legitimidad democrática
(somos porque queremos), mientras que otros la ubican en la legitimidad
histórica (somos porque fuimos).
(Cont.)
(Cont.)
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