A veces encontramos en las novelas que leemos
puertas abiertas a otras ficciones paralelas, no escritas todavía, quizá
destinadas a no registrarse nunca. Son esas falsas adivinaciones prematuras de
por dónde va a transcurrir la trama, esos pasajes en los que creemos entrever
equivocadamente una trascendencia para el conjunto del relato que al cabo no se
cumple, esos personajes a los que atribuimos una importancia que el transcurso
de las páginas no confirma, esas otras historias posibles que el autor ignoró
para concentrarse en la suya, como la ardilla que dibuja un camino, sólo uno,
en una tupida malla de ramas de árbol. Cada ardilla hubiera elegido el suyo,
bien que la ardilla que interesa ahora se llame don José y sean pues sus ágiles
saltos hacia la copa los que interesen.
Este
lector encontró varios de esos postigos entreabiertos en la nueva novela de
Saramago, “La Caverna”, una sólo aparentemente sencilla historia sobre los
avatares del alfarero Cipriano Algor, artesano del barro que vende sus
productos al “Centro”, su hija Marta, que le ayuda en la modesta fábrica rural,
su yerno Marçal Gacho, vigilante de seguridad en el “Centro”, la viuda Isaura
Madruga, el sereno amor maduro de Cipriano, y el perro Achado. Para reducir su
denso texto de casi trescientas cincuenta páginas a la trama central no hacen
falta extrañas alquimias, pues es cierto que, tan mal explicado como aquí, la
falsa anécdota se reduciría a lo siguiente. En un espacio físico cercano a una
urbe, la realidad se ordena en círculos concéntricos, partiendo de un no
adjetivado y creciente “Centro” rodeado de inmensos muros, pasando por el resto
de la ciudad, luego una tierra de nadie desprovista de casas y de gente, un
nuevo círculo de poblados de chabolas, otro más sembrado por industrias y
detritos, el siguiente más lejano dedicado al cultivo vegetal bajo abrigo y un
borroso mundo rural con campos y pequeñas poblaciones. En una de éstas vive con
su hija Marta el alfarero Cipriano, quien aprovecha sus viajes transportando
piezas de barro al “Centro” para traer y llevar a su yerno Marçal para que pase
sus días libres con su esposa, ahora embarazada. Sólo la aparición del perro
Achado (Encontrado) parece romper la apacible rutina de la familia. Por
sorpresa, el “Centro” decide dejar de comprar las lozas de Cipriano, con lo que
éste ve cercana la poco atractiva perspectiva de tener que trasladarse en el
futuro a vivir al “Centro” con su yerno y su hija. Sin embargo, animado por Marta,
decide cambiar sus tradicionales productos y fabricar unos muñecos para
ofrecerlos de nuevo al impersonal servicio de suministros del “Centro”.
Entretanto parece trenzarse un disimulado interés mutuo entre Cipriano y una
viuda del pueblo, Isaura. Tras un denodado esfuerzo, también estas nuevas
piezas son rechazadas, por lo que Cipriano, dejando a Achado al cuidado de
Isaura, se va a vivir al “Centro”, ciudad dentro de la ciudad en la que pasa su
tiempo de jubilado experimentando nuevos entretenimientos. Tras tres semanas,
un día conoce por su yerno la existencia de un misterioso descubrimiento en el
subsuelo y, aprovechando que éste debe vigilar el lugar, se aventura hacia el
magnético espacio como impulsado por una urgencia inexplicada, como si adivinara
que el sentido de toda la realidad circundante estaba allí. Y, en efecto, allí
estaba. Cipriano decide abandonar el “Centro”, regresa al pueblo y encuentra en
su casa a Isaura y Achado. La viuda, que ha cuidado del animal por encomienda
del alfarero enamoriscado y del hogar abandonado por encargo de su hija, le
reconoce que “una noche me quedé a dormir en tu cama”, a lo que Cipriano
responde “nunca más dormirás en otra”. A los pocos días Marçal, dimitido de su
puesto, y Marta, que no quiere tener a su hijo en el “Centro”, regresan al
pueblo. Las dos parejas, tras hablar sobre sus perspectivas, cargan sus escasas
pertenencias y al perro en la vieja furgoneta y se van en dirección contraria a
la de la ciudad, alejándose del “Centro”.
(Cont.)
Texto de 2001 publicado en el suplemento cultural de El Periódico Extremadura.
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