Hasta que no se le da la vuelta al mosaico completo no
asoma el sentido de la obra. Hasta entonces parece el artesano sumido en una
tediosa rutina de colocar teselas que, tomadas una a una, no ofrecen más
panorama que el de su más o menos desordenada menudez. Cada piedra de un color,
de una forma, de un tamaño; hermosas en sí mismas, acabadas, pero todavía
incapaces de transmitir un sentido global, incapaces de trascenderse, incapaces
de dar cabal significado a su existir. Las teselas, aunque sean tales, aunque
podamos tocarlas, medirlas, contarlas, no existen sino para el mosaico, para
ordenarse invertidas, para disciplinarse desde el aparente caos del montón en
que esperan su turno hasta convertirse en el cosmos ordenado del mosaico.
No existe mosaico sin teselas, en cambio. No hay un mosaico previo; un dibujo quizá, un boceto, una idea, pero no un mosaico en realidad. Sólo hay mosaico, sólo hay admiración, cuando se da la vuelta al soporte y se pule la superficie hasta entonces oculta de las teselas, la que estaba hacia abajo, la que estaba olvidada, la que da ahora sentido al esfuerzo y a la paciencia, la que nos permite hablar de una obra más allá de la mera acumulación de piedras de colores, por más hermosas que éstas puedan haber parecido por sí mismas.
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