Bienvenidos, pero a la cola.
Por eso resulta
molesto que ahora la Iglesia se apunte a todo con un desparpajo que, ese sí,
nos suena históricamente conocido. Que se apunte a pedir perdón por los pecados
veniales y sin embargo se pase con armas y bagajes al campo opuesto poco menos
que reclamando para sí un papel protagonista en la lucha actual contra el
irracionalismo de otras prácticas religiosas (que no religiones). Ahora,
huyendo atropelladamente del islamismo radical, se abandona el campo de la
religión y se entra hasta la cocina del pensamiento racional y las verdades
científicas, pero como dando a entender que se había estado allí siempre. Nosotros somos un nosotros frente al
nihilismo de Bin Laden, recita el pensamiento católico oficial. Cuando hasta
hace poco había un nosotros
racionalista y laico frente al ellos
religioso que incluía, aunque muy distantes, a los papas y los mulás. Oiga,
bienvenido, pero a la cola. Agradecemos el esfuerzo intelectual de ir
pergeñando, desde la jerarquía, un camino que ya iniciaron muchos teólogos y
que conduce a abrazar algún tipo de racionalismo. Pero sin empujones (ni
miraditas por encima del hombro) para todas las tradiciones intelectuales que
se reclamaron, desde siempre, como racionalistas.
Pues lo mismo
con la idea de Europa. Bienvenidos, pero a la cola. Aquí se emplea una táctica
por elevación. En vez de hablar de una Europa doméstica, cercana y más o menos
reconocible, se habla de una Europa supermayúscula que allá en lo alto, en la
azotea de los valores y las grandes palabras, puede acoger indoloramente todo
tipo de tradiciones filosóficas. Como al escribir que Europa es el amor al prójimo
y, por ello, es indudablemente de raíz cristiana. Y Adalid cierra las puertas a
cualquier atisbo de duda, sentenciando a continuación que “la verdad es la
verdad independientemente de quien la diga”, porque de lo contrario, no se
puede dialogar. Es curioso como el dogmatismo aflora incluso cuando se pretende
expresamente negar. Mientras Todorov defiende prudentemente una Europa que
sirva de marco respetuoso a todas las ideas e ideologías, que se identifique
por su tolerancia con lo diferente dentro y fuera de su ámbito, que se proponga
como espacio ordenado para la diversidad (en mi opinión no muy lejos de la
discusión racional de Habermas), Adalid ridiculiza esa posición desde la
atalaya de la superioridad, no solo moral, sino explicativa del paradigma
religioso. Lo de Todorov es una perogrullada, se nos dice. Todorov es sólo un
sofista más, una muestra más del pensamiento débil. Son “no sólo mentiras ingeniosas, sino también tonterías sutiles que
sonríen con la máscara de lo políticamente correcto”. Adalid se asombra: “O sea, no hay vinculación alguna con
creencia religiosa o filosófica. No hay vínculo moralmente obligado hacia
ninguna tradición o historia, hacia ninguna comunidad social, nacional o de
trabajo, ni siquiera familiar”. “Pues
no, ¿y qué pasa”, apetece contestar. Lo que hay es un producto de la razón,
larga y dolorosamente aprendido a lo largo de la historia, que da lugar a un
conjunto de valores morales compartidos muy mayoritariamente por los europeos.
Para unos, esos valores serán parcialmente los de su religión; para otros, los
de otra creencia diferente; los no religiosos verán valores cívicos sin origen
religioso; muchos de ellos serán coincidentes, lógicamente, con los de
religiones de larga implantación histórica; otros habrán surgido precisamente
frente a ideas religiosas previas (la igualdad de la mujer, por ejemplo); otros
serán puro producto de la inteligencia humana; da igual, porque su importancia
es que han sido establecidos por procedimientos de discusión racional entre
sujetos libres y quedan a su disposición para ser modificados por esos mismos
procedimientos. No son, por tanto, un código revelado, ni un orden natural,
sino un conjunto de reglas discutidas y establecidas por mecanismos democráticos
y que pueden cambiar de acuerdo con esa voluntad y esos procedimientos.
Claro que hay
gente que no puede vivir en ese ambiente éticamente exigente y prefieren la
adquisición de un paquete completo de reglas morales, sean religiosas o
ideológicas. Es la comodidad de las muletas morales, la falsa seguridad de que
la tenencia de un sistema presuntamente completo da una cierta superioridad
sobre los que siguen tanteando la realidad con las solas armas de su razón,
sobre los que dudan, sobre los que se preguntan, sobre los que no tienen más
catecismo que esa moral humana creada por hombres y para hombres. Sobre los
sofistas como Todorov y otras tantas decenas de millones de sofistas que
estamos dispuestos a defender el valor del pensamiento humano, con sus errores
y sus caídas, por encima de catones de verdad revelada, completa,
resplandeciente e inmutable. Estamos dispuestos a ese ejercicio duro de pensar
y acordar sistemas de relación cada vez más justos y avanzados.
(Cont.)
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