miércoles, 16 de enero de 2013

Adalid-Todorov. De nuevo sobre las raíces cristianas de Europa. (III)


Bienvenidos, pero a la cola.

Por eso resulta molesto que ahora la Iglesia se apunte a todo con un desparpajo que, ese sí, nos suena históricamente conocido. Que se apunte a pedir perdón por los pecados veniales y sin embargo se pase con armas y bagajes al campo opuesto poco menos que reclamando para sí un papel protagonista en la lucha actual contra el irracionalismo de otras prácticas religiosas (que no religiones). Ahora, huyendo atropelladamente del islamismo radical, se abandona el campo de la religión y se entra hasta la cocina del pensamiento racional y las verdades científicas, pero como dando a entender que se había estado allí siempre. Nosotros somos un nosotros frente al nihilismo de Bin Laden, recita el pensamiento católico oficial. Cuando hasta hace poco había un nosotros racionalista y laico frente al ellos religioso que incluía, aunque muy distantes, a los papas y los mulás. Oiga, bienvenido, pero a la cola. Agradecemos el esfuerzo intelectual de ir pergeñando, desde la jerarquía, un camino que ya iniciaron muchos teólogos y que conduce a abrazar algún tipo de racionalismo. Pero sin empujones (ni miraditas por encima del hombro) para todas las tradiciones intelectuales que se reclamaron, desde siempre, como racionalistas.


 

Pues lo mismo con la idea de Europa. Bienvenidos, pero a la cola. Aquí se emplea una táctica por elevación. En vez de hablar de una Europa doméstica, cercana y más o menos reconocible, se habla de una Europa supermayúscula que allá en lo alto, en la azotea de los valores y las grandes palabras, puede acoger indoloramente todo tipo de tradiciones filosóficas. Como al escribir que Europa es el amor al prójimo y, por ello, es indudablemente de raíz cristiana. Y Adalid cierra las puertas a cualquier atisbo de duda, sentenciando a continuación que “la verdad es la verdad independientemente de quien la diga”, porque de lo contrario, no se puede dialogar. Es curioso como el dogmatismo aflora incluso cuando se pretende expresamente negar. Mientras Todorov defiende prudentemente una Europa que sirva de marco respetuoso a todas las ideas e ideologías, que se identifique por su tolerancia con lo diferente dentro y fuera de su ámbito, que se proponga como espacio ordenado para la diversidad (en mi opinión no muy lejos de la discusión racional de Habermas), Adalid ridiculiza esa posición desde la atalaya de la superioridad, no solo moral, sino explicativa del paradigma religioso. Lo de Todorov es una perogrullada, se nos dice. Todorov es sólo un sofista más, una muestra más del pensamiento débil. Son “no sólo mentiras ingeniosas, sino también tonterías sutiles que sonríen con la máscara de lo políticamente correcto”. Adalid se asombra: “O sea, no hay vinculación alguna con creencia religiosa o filosófica. No hay vínculo moralmente obligado hacia ninguna tradición o historia, hacia ninguna comunidad social, nacional o de trabajo, ni siquiera familiar”. “Pues no, ¿y qué pasa”, apetece contestar. Lo que hay es un producto de la razón, larga y dolorosamente aprendido a lo largo de la historia, que da lugar a un conjunto de valores morales compartidos muy mayoritariamente por los europeos. Para unos, esos valores serán parcialmente los de su religión; para otros, los de otra creencia diferente; los no religiosos verán valores cívicos sin origen religioso; muchos de ellos serán coincidentes, lógicamente, con los de religiones de larga implantación histórica; otros habrán surgido precisamente frente a ideas religiosas previas (la igualdad de la mujer, por ejemplo); otros serán puro producto de la inteligencia humana; da igual, porque su importancia es que han sido establecidos por procedimientos de discusión racional entre sujetos libres y quedan a su disposición para ser modificados por esos mismos procedimientos. No son, por tanto, un código revelado, ni un orden natural, sino un conjunto de reglas discutidas y establecidas por mecanismos democráticos y que pueden cambiar de acuerdo con esa voluntad y esos procedimientos.

Claro que hay gente que no puede vivir en ese ambiente éticamente exigente y prefieren la adquisición de un paquete completo de reglas morales, sean religiosas o ideológicas. Es la comodidad de las muletas morales, la falsa seguridad de que la tenencia de un sistema presuntamente completo da una cierta superioridad sobre los que siguen tanteando la realidad con las solas armas de su razón, sobre los que dudan, sobre los que se preguntan, sobre los que no tienen más catecismo que esa moral humana creada por hombres y para hombres. Sobre los sofistas como Todorov y otras tantas decenas de millones de sofistas que estamos dispuestos a defender el valor del pensamiento humano, con sus errores y sus caídas, por encima de catones de verdad revelada, completa, resplandeciente e inmutable. Estamos dispuestos a ese ejercicio duro de pensar y acordar sistemas de relación cada vez más justos y avanzados.
 
(Cont.)

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