miércoles, 2 de enero de 2013

Onomástica (I)



 

            Qué bella ciencia la onomástica. Poner nombres a las cosas es, de algún modo, recrearlas, darles identidad. Quienes deciden los nombres son pues como diosecillos menores, demiurgos de andar por casa. ¿Serían los ornitorrincos tales ornitorrincos si no se llamasen así?, ¿llevaría el Mississippi tanto barro de no llamarse de tal eufónico modo?. Los dioses siempre han tendido al capricho y al mimo, son cosas de la omnipotencia, y por eso el pequeño bautista que todos llevamos dentro nos acerca a esa divina condición, voluble y edénica, de los dioses inaugurales. Así, por ejemplo, en una muestra de su magnanimidad, en un pueblo de Extremadura a una niña le pusieron Sue Ellen (léase Suélen) en honor, no de la patrona como habrán imaginado los despiertos lectores, sino de un personaje de una famosa serie americana de televisión de la época. Esas suelen (nunca mejor dicho) ser las consecuencias de un empacho televisivo y una capacidad de emulación más digna de otras metas. Llamar a una niña extremeña Sue Ellen puede ser prueba de un ingenio surrealista, de un afán provocador, de una rebelión contra los cánones del terruño, de una apuesta malévola del padre con sus amigotes o del azar del índice ciego en el libro de nombres; o bien puede ser, como me temo que sea el caso, una muestra de la simpleza de unos jovencitos inconscientes.

 

            Hay casos peores, ya me puedo imaginar que los propios lectores podrían traer a estas líneas otros ejemplos no menos chocantes. Pero ese no es el asunto, la cuestión es si esos nombres moldearán las identidades de sus portadores, si el estigma del nombre dejará un rastro en su alma, y así, Sue Ellen será de mayor una señora de piernas largísimas, de peinado un poco cursi, de perfecto inglés tejano y con una irrefrenable tendencia a viajar en Cadillac. Porque ser un ama de casa extremeña, o una cajera del Tambo, o una trabajadora de las vegas de Coria no parece lo más adecuado a esa sonora denominación. No me imagino yo a Sue Ellen tocada de sombrero de paja atado con el pañuelo, con un zacho en la ruda mano y oyendo a cada rato encargos hortícolas. Si así fuera, si el nombre sirviera para variar, aunque fuera mínimamente la identidad del nombrado, “Sue Ellen” sería un conjuro, una palabra mágica, un abracadabra dictado por el amor de unos padres que quieren de viejecitos vivir con su hija piernas largas en su rancho tajano y no en el pueblo en el que nacieron los tres. A lo peor, un acto fallido.

 

            Lo malo es que se cambie el conjuro, como cuentan que le pasó a unos padres que, atareados con las faenas hospitalarias puerperales, encargaron al abuelo que fuese al Registro a inscribir a su nieta recién nacida. Al buen hombre estos nombres modernos ni le gustaban, ni se le quedaban bien en la memoria, pero, en fin, son cosas de los jóvenes. El caso es que no se acordó bien e inscribió a la niña, no como Tamara, pues tal era el encargo, sino como Tarima. Otro acto fallido.

 
Térsites Brusquet.

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