Qué bella ciencia la
onomástica. Poner nombres a las cosas es, de algún modo, recrearlas, darles
identidad. Quienes deciden los nombres son pues como diosecillos menores, demiurgos de andar
por casa. ¿Serían los ornitorrincos tales ornitorrincos si no se llamasen así?,
¿llevaría el Mississippi tanto barro de no llamarse de tal eufónico modo?. Los
dioses siempre han tendido al capricho y al mimo, son cosas de la omnipotencia,
y por eso el pequeño bautista que todos llevamos dentro nos acerca a esa divina
condición, voluble y edénica, de los dioses inaugurales. Así, por ejemplo, en
una muestra de su magnanimidad, en un pueblo de Extremadura a una niña le
pusieron Sue Ellen (léase Suélen) en
honor, no de la patrona como habrán imaginado los despiertos lectores, sino de
un personaje de una famosa serie americana de televisión de la época. Esas
suelen (nunca mejor dicho) ser las consecuencias de un empacho televisivo y una
capacidad de emulación más digna de otras metas. Llamar a una niña extremeña Sue Ellen puede ser prueba de un
ingenio surrealista, de un afán provocador, de una rebelión contra los cánones
del terruño, de una apuesta malévola del padre con sus amigotes o del azar del
índice ciego en el libro de nombres; o bien puede ser, como me temo que sea el
caso, una muestra de la simpleza de unos jovencitos inconscientes.

Lo malo es que se cambie el conjuro, como cuentan que le
pasó a unos padres que, atareados con las faenas hospitalarias puerperales,
encargaron al abuelo que fuese al Registro a inscribir a su nieta recién
nacida. Al buen hombre estos nombres modernos ni le gustaban, ni se le quedaban
bien en la memoria, pero, en fin, son cosas de los jóvenes. El caso es que no
se acordó bien e inscribió a la niña, no como Tamara, pues tal era el encargo, sino como Tarima. Otro acto fallido.
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