81 kilómetros y
600 metros es la distancia entre los monasterios de Guadalupe y Yuste. Y marca
simbólicamente la distancia también entre la Extremadura de la tradición y la
Extremadura de la modernidad. No porque no haya un sólido presente en Guadalupe
o porque Yuste se haya despojado de su carga de pasado, desde luego. Sino
porque entre los extremos de esta línea imaginaria puede dibujarse el recorrido
de la traslación simbólica que parece haberse operado indoloramente en la
sociedad extremeña. Muchas veces nos dejamos llevar por la falsa impresión del
inmovilismo, por la sensación de lentitud en los cambios, por una especie de
inmanencia consustancial a nuestra vida colectiva. Pero a poco que se rasque,
los trazos de esos cambios sustanciales se revelan con toda nitidez. Veamos.
Hace tiempo
tuve que lidiar, por un encargo para una publicación, con el asunto de la
relación entre Extremadura y Europa. Y allí sostuve que uno de los trazos de
nuestra identidad colectiva extremeña parecía estar desplazándose lenta y
discretamente desde una referencia geográfica vinculada a la religiosidad y a
América, Guadalupe, hacia una nueva referencia laica y europea, Yuste. Los más
de 81 kilómetros que separan los dos monasterios son un trasunto de las
transformaciones de nuestra psicología colectiva (si es que existe eso), de las
mutaciones en nuestra recién estrenada identidad regional y de los procesos
sociales que hemos acumulado atropelladamente en pocos años, entre ellos la
secularización.
No insistiré
en algo tan evidente como el perfil de Guadalupe, sus connotaciones y su valor
como símbolo de la religiosidad extremeña y de los vínculos históricos con
América. Pero incluso el Guadalupe mariano está siendo progresivamente
sustituido en el imaginario colectivo extremeño por el Guadalupe cívico,
artístico, patrimonial, turístico. Si a los extremeños de hace veinte años se
les hubiera preguntado qué significaba el día 8 de septiembre, muchos habrían
citado el día de la Virgen de Guadalupe; si esa pregunta se hace hoy, una
inmensa mayoría citaría en primer lugar el Día de Extremadura. Este proceso de
“vampirización” laica es, precisamente, la causa última de la resistencia de la
jerarquía católica a la más que razonable demanda de integrar Guadalupe y su
entorno en la Iglesia extremeña. El interés por mantener el perfil religioso y
difuminar el cívico o político anida en la indisimulada sobreactuación de los
sucesivos arzobispos de Toledo en relación con el ámbito guadalupano. Parece sospecharse
que dejar el símbolo a merced de la joven iglesia extremeña sería poco menos
que entregarlo a sus autoridades políticas, puesto que el mismo mensaje vienen
recibiendo, con más o menos énfasis, las jerarquías toledanas de ambos mundos,
a los que preferirían ver menos coordinados. Para otra ocasión habrá que dejar
una reflexión más sosegada sobre este proceso nacido a partir de que Ibarra, en
una de sus primeras muestras de gran olfato político y contra la opinión de
todo su partido, defendió con éxito unir las dos celebraciones. Y quizá en la
misma ocasión habrá que responder a la pregunta de por qué Ibarra estuvo tantos
años sin meterse con un asunto tan obviamente goloso desde el punto de vista de
la creación de una identidad extremeña.
(Cont.)
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