miércoles, 23 de enero de 2013

Guadalupe/Yuste. La espina dorsal de la identidad extremeña (I)


81 kilómetros y 600 metros es la distancia entre los monasterios de Guadalupe y Yuste. Y marca simbólicamente la distancia también entre la Extremadura de la tradición y la Extremadura de la modernidad. No porque no haya un sólido presente en Guadalupe o porque Yuste se haya despojado de su carga de pasado, desde luego. Sino porque entre los extremos de esta línea imaginaria puede dibujarse el recorrido de la traslación simbólica que parece haberse operado indoloramente en la sociedad extremeña. Muchas veces nos dejamos llevar por la falsa impresión del inmovilismo, por la sensación de lentitud en los cambios, por una especie de inmanencia consustancial a nuestra vida colectiva. Pero a poco que se rasque, los trazos de esos cambios sustanciales se revelan con toda nitidez. Veamos.

Hace tiempo tuve que lidiar, por un encargo para una publicación, con el asunto de la relación entre Extremadura y Europa. Y allí sostuve que uno de los trazos de nuestra identidad colectiva extremeña parecía estar desplazándose lenta y discretamente desde una referencia geográfica vinculada a la religiosidad y a América, Guadalupe, hacia una nueva referencia laica y europea, Yuste. Los más de 81 kilómetros que separan los dos monasterios son un trasunto de las transformaciones de nuestra psicología colectiva (si es que existe eso), de las mutaciones en nuestra recién estrenada identidad regional y de los procesos sociales que hemos acumulado atropelladamente en pocos años, entre ellos la secularización.

 

No insistiré en algo tan evidente como el perfil de Guadalupe, sus connotaciones y su valor como símbolo de la religiosidad extremeña y de los vínculos históricos con América. Pero incluso el Guadalupe mariano está siendo progresivamente sustituido en el imaginario colectivo extremeño por el Guadalupe cívico, artístico, patrimonial, turístico. Si a los extremeños de hace veinte años se les hubiera preguntado qué significaba el día 8 de septiembre, muchos habrían citado el día de la Virgen de Guadalupe; si esa pregunta se hace hoy, una inmensa mayoría citaría en primer lugar el Día de Extremadura. Este proceso de “vampirización” laica es, precisamente, la causa última de la resistencia de la jerarquía católica a la más que razonable demanda de integrar Guadalupe y su entorno en la Iglesia extremeña. El interés por mantener el perfil religioso y difuminar el cívico o político anida en la indisimulada sobreactuación de los sucesivos arzobispos de Toledo en relación con el ámbito guadalupano. Parece sospecharse que dejar el símbolo a merced de la joven iglesia extremeña sería poco menos que entregarlo a sus autoridades políticas, puesto que el mismo mensaje vienen recibiendo, con más o menos énfasis, las jerarquías toledanas de ambos mundos, a los que preferirían ver menos coordinados. Para otra ocasión habrá que dejar una reflexión más sosegada sobre este proceso nacido a partir de que Ibarra, en una de sus primeras muestras de gran olfato político y contra la opinión de todo su partido, defendió con éxito unir las dos celebraciones. Y quizá en la misma ocasión habrá que responder a la pregunta de por qué Ibarra estuvo tantos años sin meterse con un asunto tan obviamente goloso desde el punto de vista de la creación de una identidad extremeña.
 
(Cont.)

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