Pero además de esta obvia
contraposición, hay también una caracterización orwelliana de esa ciudad y
especialmente de su corazón y su cerebro, el tan mentado “Centro”. Físicamente
se trata de un espacio rodeado por altos muros que va creciendo y fagocitando
pedazos de la ciudad a su alrededor. Allí pueden entrar todos a comprar o
disfrutar de los espacios de ocio, pero sólo pueden residir en su
inconmensurable interior los privilegiados que trabajan en determinadas
categorías. Es más que un centro comercial, aunque esa caracterización sería la
más accesible de comprender, junto con la de un parque de ocio del tipo de los
que proliferan en nuestros días bajo el borroso epíteto de “temático”. Y en su
inmenso interior hay desde tiendas a campos de golf, desde templos egipcios a
puentes colgantes. Y es esta abigarrada descripción de su contenido el único
pasaje de la novela en el que encontramos referencias a Portugal, pues en la
“lista de tal modo extensa de prodigios que ni ochenta años de vida ociosa
bastarían para disfrutarlos” se incluyen un acueducto de las aguas libres, un
convento de Mafra (el del Memorial), una torre de los Clérigos y (otra autocita
irónica) una balsa de piedra.
No sabemos quien rige el
“Centro”, si es que no actúa ya movido por su propia inercia, ni qué demiurgos
diseñan esa realidad paralela hacia la que parecen converger los deseos de los
habitantes de fuera. Se diría que el “Centro” es ya el cerebro de toda la
realidad circundante, pues “como perfecto distribuidor de bienes materiales y
espirituales que es, acabó por generar de sí mismo y en sí mismo algo que
participa de la naturaleza de lo divino”. La construcción es lo suficientemente
transparente como para dejar entrever ese mismo discurso único del liberalismo
sobre las bondades de un mercado divinizado y de su capacidad para satisfacer
las necesidades de todos si se le deja actuar a su arbitrio.
Pero hay algo más. Se trata
de la contraposición realidad-ilusión que subyace en las demás tensiones
narrativas. El “Centro” parece representar también la irrealidad en la que
vivimos sumidos, este mundo de espejos y de pantallas, de apariencias, de
virtualidades, de pixels en vez de pieles. Y es ahí, en esa denuncia de lo
ilusorio de muchos de los estímulos actuales, donde encaja el mito platónico al
que remite el libro desde su portada. Lo sorprendente es que la novela, como ya
ha quedado dicho, no es una alegoría de ese viejo relato del filósofo, no es
una metáfora, sino que es una versión literal, una recreación adornada, porque
el “Centro” no es la caverna de las sombras ilusorias, sino que está construido
(literalmente) sobre la prístina caverna de Platón. Y es esta literalidad,
sobre cuyo exacto contenido no insistiré para no desvelar más de lo debido, el
momento de la virtud de la novela y, al mismo tiempo, el tour de force más arriesgado, el punto en el que la estructura
entera del relato se queja, como los palos de un navío en la tormenta, aunque
sin llegar a desarbolarse.
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