Nuestra relación con América nace de los que se
fueron para allá, del mismo modo que nuestra relación con Europa se basa en los
que se fueron para allá. No parece que hayamos fundado relaciones e identidades
compartidas acogiendo a gentes que vinieran para acá. Todavía no, al menos. Conquistamos
América, se decía así; pero no nos dejamos conquistar por los muy europeos
soldados de Napoleón, ni tampoco seducir por sus enemigos británicos, nuestros
aliados. Ni siquiera nos sabíamos merecedores de loores patrióticos al calor de
las oportunísimas celebraciones de la llamada Guerra de la Independencia ,
heroica carne de novelas de reverte y de fastos oficiales concebidos para
molestar nacionalistas melindrosos. Hacer el dos de mayo madrileño no debió ser
fácil, pero mucho más difícil fue mantener el tres, el cuatro y así
sucesivamente hasta el final de la guerra en esta frontera, ocultando hijos
varones, caballos y grano de los intendentes del ejército aliado, hasta la más
literal extenuación.
Nos bastaba con un poema de Byron
para certificar La Albuera (4), una
mirada hosca por las requisas de tiempos de guerra y vuelta a nuestro
ensimismamiento. Napoleón no había conseguido meternos a capones en Europa,
uf!.
Lo
hizo Franco, discretamente ayudado por sus ministros de economía. A mediados de
los cincuenta del siglo pasado, para tratar de ordenar un éxodo desde las zonas
rurales españolas a Europa se crea el Instituto Español de Emigración. Hasta
entonces se trataba de un flujo desordenado, caótico, personal, aventurero
incluso. Luego tuvo honores hasta de tratados bilaterales con Alemania,
Francia, Suiza y Holanda. Era la organización del desastre demográfico de media
España y de toda Extremadura. Nuestro precedente más cercano de relación
colectiva con Europa ha sido la emigración. Nuestra más reciente y directa percepción
de lo “extranjero” eran las inextricables telefonistas francesas y el cambio de
los marcos alemanes a pesetas. Y, claro está, las películas del protolandismo
sobre el heroico, honrado, noble y trabajador emigrante español (extremeño a
veces), acuciado por un entorno laboral masculino decididamente hostil y uno femenino
no menos decididamente tentador. Europa no dejaban de ser aquellos bikinis, de
factura y color improbables, de las nórdicas del cine de barrio español.
(Cont.)
(4) BYRON LORD G. G. (1812/18): Childe
Harold’s Pilgrimage (Canto I, estrofa XLIII). Unos pocos versos
vibrantes, pero no excelentes, dedicados a la batalla de La Albuera. Y sin
embargo sólo había visitado la zona dos años antes del hecho bélico. Así pues,
lo reconstruyó cenéficamente después poblando un vacío paisaje débilmente
rememorado de la “gloria y el dolor” que debió conocer por las crónicas. Menos
cenéfica es la descripción del cualificado protagonista General Castaño, quien
relata a Wellington como se sucedieron los ataques y las maniobras durante
siete horas, “bajo fuertes aguaceros” y en “un profundo silencio” en la Gazeta
de la Regencia de España e Indias de 24 de mayo de 1811, num. 70, pags. 549 y
ss. Episodio extremeño plenamente europeo, el barro de La Albuera enrojeció con
sangre española, inglesa, francesa, portuguesa y polaca. De ahí quizá lo bien
que se da en la zona la garnacha tinta.
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