Esa es
la escueta almendra de un demorado relato de sentimientos y situaciones en el
que Saramago hace ostentación, no diría yo sólo de su oficio de escritor, algo
que a estas alturas va de suyo, sino de su asombrosa capacidad para hacer
creíbles y cercanos unos personajes a los que hace moverse en un escenario
insólito y remoto. Al fin y al cabo, de eso se trata, de cribar la realidad de
entre la ganga imaginaria, de señalar lo real en un paisaje de simulaciones sin
cuento, de marcar con fuego a las verdaderas personas para que resalten sobre
un fondo multicolor de lentejuelas, de llamar la atención sobre lo que palpita
bajo el sol, desviando la mirada de las confusas sombras del fondo de la cueva
platónica. Lo que importa de la nueva novela de Saramago no es tanto esa
sencilla trama lineal, sino los intersticios, la melaza, el aire entre los
personajes, sus relaciones mediante sus palabras o sus pensamientos, y no lo
que les pasa. Por esa delicada intromisión en el mundo de los sentimientos
entre un padre y una hija, entre una joven embarazada y su esposo, entre un
anciano y su nuevo amor de senectud, entre un yerno y su suegro, entre una
joven y una viuda, y de todos ellos con ese silencioso coro griego que es el
perro Achado, “La Caverna” es un insustituible tratado de inteligencia
emocional, un monumento a esa sabiduría que nada tiene que ver con la academia
o la erudición, una evocación, quizá, de ese abuelo siempre recordado por
Saramago y un espejo de un mundo, el nuestro, en el que tan cuesta arriba se le
ponen las cosas a personas como debió ser él.

Pero otra es la tesis, la
denuncia, el objetivo entrevisto del relato. Lo que creeremos casi hasta el
final una alegoría de la caverna de las ilusiones del filósofo griego (y que no
será tal metáfora, como veremos) nos pone en primer plano una tradicional
tensión entre la vida y las gentes del medio rural y la deshumanización de las
ciudades. En el primero está el barro primordial, genésico, mientras en la
segunda está el plástico que, simulando las características de la loza de
Algor, siendo un remedo, una imitación, sustituye a sus originales. En el
pueblo están el viejo horno, la morera y el perro, mientras en el “Centro” hay
neones, las ventanas no dejan ver el campo y están prohibidos los animales.
Alrededor de la alfarería se mueven personas que se nos muestran con toda su
profundidad psicológica, mientras que los escasos habitantes del “Centro” que
se nos permite conocer son meros eslabones periféricos de una remota cadena de
responsabilidades, más o menos amables, pero obedientes a las opacas normas,
meros autómatas sin responsabilidad que se guían por encuestas y los
reglamentos. En la pequeña y empobrecida población de Algor hay sentimientos
que afloran entre los personajes, incluso los celos egoístas de los padres de
Marçal, no así en el centro, en el que toda reacción está pautada, controlada,
medida y dictada por criterios de utilidad y obediencia.
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