martes, 29 de enero de 2013

La Caverna. Saramago nos habla de su abuelo y de nuestro mundo (II).


         Esa es la escueta almendra de un demorado relato de sentimientos y situaciones en el que Saramago hace ostentación, no diría yo sólo de su oficio de escritor, algo que a estas alturas va de suyo, sino de su asombrosa capacidad para hacer creíbles y cercanos unos personajes a los que hace moverse en un escenario insólito y remoto. Al fin y al cabo, de eso se trata, de cribar la realidad de entre la ganga imaginaria, de señalar lo real en un paisaje de simulaciones sin cuento, de marcar con fuego a las verdaderas personas para que resalten sobre un fondo multicolor de lentejuelas, de llamar la atención sobre lo que palpita bajo el sol, desviando la mirada de las confusas sombras del fondo de la cueva platónica. Lo que importa de la nueva novela de Saramago no es tanto esa sencilla trama lineal, sino los intersticios, la melaza, el aire entre los personajes, sus relaciones mediante sus palabras o sus pensamientos, y no lo que les pasa. Por esa delicada intromisión en el mundo de los sentimientos entre un padre y una hija, entre una joven embarazada y su esposo, entre un anciano y su nuevo amor de senectud, entre un yerno y su suegro, entre una joven y una viuda, y de todos ellos con ese silencioso coro griego que es el perro Achado, “La Caverna” es un insustituible tratado de inteligencia emocional, un monumento a esa sabiduría que nada tiene que ver con la academia o la erudición, una evocación, quizá, de ese abuelo siempre recordado por Saramago y un espejo de un mundo, el nuestro, en el que tan cuesta arriba se le ponen las cosas a personas como debió ser él.

 

No hay malvados, sin embargo, haciéndole la vida difícil al alfarero; es algo mucho más impersonal, es el sistema el que tritura sus ilusiones de una forma aséptica y desresponsabilizada, simplemente cumpliendo las misiones para las que está programado. Y debe ser muy difícil construir una novela como ésta, o una novela sin más, sin malos, sin personajes faltos de ética o de principios que contraponer a ese hálito de bondad que van exhalando poco a poco los personajes principales. El “Centro” es un malvado “lógico”, no amoral, un villano ectoplásmico que exhibe una conducta programada, un poco en la línea del HAL 9000 de “2001”. Un malo sin culpa. Por eso, ésta es también una novela que trata de la bondad y una prueba difícil de refutar sobre la falsedad del adagio que habla de los buenos sentimientos como barro para la mala literatura. Saramago, menos pesimista de lo que podría parecer con una lectura apresurada (y de lo que él mismo se retrata), hace una excelente novela trenzando sentimientos positivos entre unos personajes esencialmente bondadosos. Incluso se permite al final dejar entrever una grieta en el muro de ceguera al dejarnos saber imprudentemente que el misterioso descubrimiento del subsuelo está provocando defecciones entre el personal del “Centro”. Una coda optimista, subrayada por la huida de las dos parejas y el perro. Este de los sentimientos es el tuétano y el poso que nos deja un buen sabor de boca cuando cerramos el libro, una novela de esas que te vuelven inesperadamente a la mente muchos días después, sin saber por qué, sin invocaciones premeditadas, al asalto de tus pensamientos.

 

Pero otra es la tesis, la denuncia, el objetivo entrevisto del relato. Lo que creeremos casi hasta el final una alegoría de la caverna de las ilusiones del filósofo griego (y que no será tal metáfora, como veremos) nos pone en primer plano una tradicional tensión entre la vida y las gentes del medio rural y la deshumanización de las ciudades. En el primero está el barro primordial, genésico, mientras en la segunda está el plástico que, simulando las características de la loza de Algor, siendo un remedo, una imitación, sustituye a sus originales. En el pueblo están el viejo horno, la morera y el perro, mientras en el “Centro” hay neones, las ventanas no dejan ver el campo y están prohibidos los animales. Alrededor de la alfarería se mueven personas que se nos muestran con toda su profundidad psicológica, mientras que los escasos habitantes del “Centro” que se nos permite conocer son meros eslabones periféricos de una remota cadena de responsabilidades, más o menos amables, pero obedientes a las opacas normas, meros autómatas sin responsabilidad que se guían por encuestas y los reglamentos. En la pequeña y empobrecida población de Algor hay sentimientos que afloran entre los personajes, incluso los celos egoístas de los padres de Marçal, no así en el centro, en el que toda reacción está pautada, controlada, medida y dictada por criterios de utilidad y obediencia.

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